viernes, 30 de diciembre de 2011

Hay quienes quieren libertad de pensamiento pero no de religión

Mons. Francisco Gil Hellín,
arzobispo de Burgos
Burgos (España), 30 Dic. 11 (AICA)
Recientemente se cumplieron 63 años de la aprobación por las Naciones Unidas de la Declaración de los Derechos Humanos. Con ese motivo el arzobispo de Burgos, monseñor Francisco Gil Hellín, emitió una carta pastoral titulada “Derechos humanos, una fecha histórica”, en la que se refiere a dicho aniversario.

     La Declaración de la ONU, dice el obispo, incluye en el artículo 18 una cerrada defensa de la libertad religiosa, lo que provocó "una cierta resistencia de ateos y agnósticos, con la repulsa disimulada de concepciones marxistas y con el rechazo de algunos fundamentalistas".

     También fue aprobada la libertad religiosa en la declaración Dignitatis Humanae del Concilio Vaticano II, recuerda monseñor Hellín, pero contra ambos textos "se alzan personas y grupos en casi todas partes. Parece mentira, pero el hombre, en lugar de defender la libertad con uñas y dientes, porque ha sido creado por Dios como ser libre y es la única criatura terrena que goza de esa maravillosa prerrogativa, encuentra más fácil levantar barricadas en contra de la libertad de los demás; y, sin pretenderlo pero como lógica consecuencia, contra su libertad".

     Y eso no sólo sucede "más allá de los muros de las sociedades occidentales sino también dentro de esos muros", y "así, se da el caso de que algunos países, que levantan sus edificios religiosos en cualquiera de las grandes ciudades de Europa, niegan a los católicos hasta el ejercicio del culto privado. En Europa y en los Estados Unidos, por otra parte, algunos intelectuales reclaman la libertad de pensamiento, pero niegan el derecho a que los católicos puedan sacar las conclusiones sociales de su fe".

      Pero además, esos ataques a la libertad se dan también "dentro de ciertos ambientes eclesiales. A veces, algunos sectores intraeclesiales tratan con menosprecio y hasta con hostilidad a instituciones y personas que, siendo bautizadas como ellos, tienen otras sensibilidades religiosas".

     Toda una llamada de atención para no ver la paja en el ojo ajeno (aunque sea el ojo de quienes persiguen a la Iglesia) descuidando la viga en el propio.




Texto de la carta pastoral

     El 10 de diciembre se cumplieron 63 años de la aprobación del artículo 18 de la Declaración de los Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas. En él literalmente se decía: “Toda persona humana tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y religión; este derecho incluye el derecho de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual o colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia”.

     No fue fácil llegar a esta redacción. El delegado de la Unión Soviética, señor Paulov, situaba en el mismo rango la ciencia y la religión; el de Uruguay, señor Fontana, ponía en el mismo nivel la libertad de pensamiento que la de ciencia y religión. El representante de los países musulmanes, en cambio, se oponía a las cláusulas que permiten cambiar de religión. El señor Ayaz, de Afganistán, fue más lejos, al afirmar que él seguiría las leyes islámicas en cuanto prohíben el cambio de religión.

     Por fin, la Asamblea General de la ONU aprobó el proyecto de Declaración, con una cierta resistencia de ateos y agnósticos, con la repulsa disimulada de concepciones marxistas y con el rechazo de algunos fundamentalistas. De los 58 Estados miembros, 48 dieron su aprobación.

     El texto salió adelante y ha servido de punto de referencia para la reflexión y el ordenamiento jurídico de las últimas décadas.

     El Concilio Vaticano II, en su declaración sobre la Libertad religiosa aprobó otro texto importantísimo: “la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción tanto de personas particulares como de grupos sociales y de cualquier potestad humana; y esto de tal forma que en materia religiosa ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado, dentro de los límites debidos” (Dignitatis humanae, n. 2).

     Tampoco fue fácil llegar a esta redacción, pero terminó siendo aprobada por una mayoría abrumadora.

     Los textos están ahí, pero contra ellos se alzan personas y grupos en casi todas partes. Parece mentira, pero el hombre, en lugar de defender la libertad con uñas y dientes, porque ha sido creado por Dios como ser libre y es la única criatura terrena que goza de esa maravillosa prerrogativa, encuentra más fácil levantar barricadas en contra de la libertad de los demás; y, sin pretenderlo pero como lógica consecuencia, contra su libertad.

     Esto ocurre no sólo más allá de los muros de las sociedades occidentales sino también dentro de esos muros y hasta, en ocasiones, dentro de ciertos ambientes eclesiales. Así, se da el caso de que algunos países, que levantan sus edificios religiosos en cualquiera de las grandes ciudades de Europa, niegan a los católicos hasta el ejercicio del culto privado.

     En Europa y Estados Unidos, por otra parte, algunos intelectuales reclaman la libertad de pensamiento, pero niegan el derecho a que los católicos puedan sacar las conclusiones sociales de su fe.

     A veces, algunos sectores intraeclesiales tratan con menosprecio y hasta con hostilidad a instituciones y personas que, siendo bautizadas como ellos, tienen otras sensibilidades religiosas.

    El gran Juan Pablo II  –experto conocedor de ambas persecuciones en sus propias carnes-  nos dejó este criterio orientador: “Un creyente sufre por causa de la justicia cuando, por su fidelidad a Dios, experimenta humillaciones, ultrajes y burlas en su ambiente, y es incomprendido incluso por sus seres queridos; cuando corre el riesgo de ser impopular y afronta otras consecuencias desagradables. Sin embargo, está dispuesto siempre a cualquier sacrificio, porque hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”.